Jesús, el verdadero siervo

El Evangelio según lo presenta Marcos, consigue recoger de manera suficientemente descriptiva, la imagen del Jesús bondadoso que humildemente dispone su vida en favor de los demás. Y si en algo se caracterizó el ministerio del Maestro fue, esencialmente, en el servicio que prestó a la Humanidad; una aplicación completamente desinteresada de su buen obrar, si tenemos en cuenta el pago que posteriormente recibió de su servicio al prójimo.

Reproduciendo el espíritu de este Evangelio, nos corresponde fijar la atención en los hechos de Jesús, más que en sus dichos. Porque, a la verdad, el discípulo que pretende seguir fielmente sus pasos, debe encaminarse con la firme disposición a servir en todo momento. Y si descuidamos este objetivo tan elemental por el cual Cristo nos dejó su ejemplo, estemos seguros de que todos los demás componentes del cristianismo carecerán por completo de significado.

Con especial intención aleccionadora, Jesucristo comunicó a sus discípulos el propósito por el cual había venido: «Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir…» (Mr. 10:45). Esta declaración de Jesús sobre su propio ministerio, debe centrar nuestro pensamiento a la hora de poner por práctica el modelo que él mismo estableció. Servir a Dios y a nuestro prójimo, de la manera como el Maestro lo hizo, debe ser la máxima aspiración de cualquiera que, con buen sentido del término, se declare a sí mismo cristiano.

EJEMPLO DE ENTREGA

Es sabido por todos los creyentes, que Jesús entregó su vida por nuestros pecados en la Cruz, siendo éste el centro neurálgico del pensamiento cristiano. Pero, no olvidemos en nuestra reflexión, que su vida contemplada en actitud de entrega diaria, estuvo constantemente puesta al servicio del prójimo.

«Él les dijo (a sus discípulos): Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco. Porque eran muchos los que iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer» (Mr. 6:30).

La disposición de Jesús llegaba a tal punto, que como bien dice el versículo, «no tenían tiempo ni para comer». Sobre la enseñanza, rescatamos que la comida, al igual que las demás necesidades materiales básicas, se debe situar en un segundo orden, conforme a los valores del Reino celestial.

No tener tiempo ni para comer significa que, en caso preciso, posponemos la satisfacción de nuestras necesidades elementales, para en primer término cubrir las ajenas… Esta iniciativa puede parecer extraña a los ojos de la sociedad, pero el particular llamamiento de Jesús contiene este método tan original.

Es innegable la obligación que todo ser humano tiene, en la medida de lo posible, de suplir las necesidades físicas. Pero, apliquemos en su correcta dimensión la enseñanza bíblica, pues situando la vida cristiana en un plano superior, el discípulo de Cristo debe estar dispuesto incluso a prescindir de las momentáneas provisiones diarias, si con ello se consigue hacer un bien al prójimo.

Siguiendo este mismo orden, consideremos la vida espiritual con actitud sensata, porque ésta contiene unos valores especiales que trascienden lo puramente terrenal, y por lo tanto gozan de una definitiva repercusión eterna. En cambio, el alimento físico, sin dejar de ser necesario, solamente cubre las necesidades temporales de nuestro organismo. Aunque, si bien es verdad, no sugerimos que el alimento sea inútil, pues nos permite obtener los nutrientes y la energía necesaria para seguir adelante con salud. Sin embargo, visto en último término, el alimento físico no contiene un alcance de mayor relevancia que las cuestiones de carácter eterno. Así, el alimento espiritual llena aquellas áreas más insondables de nuestro corazón, cubriendo las profundas necesidades existenciales que todos poseemos; mientras que el alimento material se descompone en nuestro organismo, asumiendo solamente una finalidad temporal.

Aparte de ofrecerle la importancia propia que se obtiene del alimento físico, observamos que Jesús, como buen siervo, hizo un correcto uso del tiempo durante su estancia en este mundo. Es verdad que la expresión ¡no tengo tiempo! a veces resulta una perfecta excusa utilizada por muchos para eludir sus responsabilidades. No fue así como Jesús obró, sino que administró el tiempo con sabiduría, aprovechando cualquier momento para servir al prójimo y cumplir así con los designios celestiales.

Nos preguntamos, ¿en qué empleamos nuestro preciado tiempo? En lo que respecta al tiempo y a nuestros compromisos ministeriales, tampoco pensemos que el discípulo de Cristo debe ser un corredor incansable, cuyas ocupaciones eclesiales parezcan no tener fin. Si nos fijamos bien, en la primera estrofa del versículo leemos que Jesús invita a sus discípulos al descanso, lo cual nos lleva a pensar que hemos de intentar conseguir el deseado equilibrio, dedicando parte de nuestro tiempo al servicio cristiano, pero sin menoscabo del necesario descanso, pues de otra forma se produciría lo que hoy se conoce técnicamente como un cuadro de «estrés».

Pensando en nuestras preferencias, nos preguntamos por la administración de nuestro tiempo. Y en esta consideración, debemos valorar si el hecho de cubrir nuestras necesidades básicas, resulta más importante que desempeñar la voluntad de Dios. Pese a todo, servir a nuestro prójimo exige tiempo, y ese tiempo se administra en la medida que nuestras prioridades sean las del Señor Jesús.

Destaquemos la enseñanza recibida, y procuremos descansar bien de nuestros trabajos; pero tengamos a bien invertir nuestro tiempo debidamente para la eternidad, pues la cosecha en el cielo dependerá, en buena medida, de nuestra labor aquí en la tierra. Tenemos tiempo para todo, pero también debemos tenerlo para Dios…

«Entonces él se sentó y llamó a los doce, y les dijo: Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el servidor de todos» (Mr. 9:35).

En respuesta a la disputa que tenían los discípulos de Jesús, acerca de los cargos que se concederían en el Reino futuro, la enseñanza bíblica pareció llegar con cierta sorpresa: el primero en el reino de Dios, es el que sirve. Nos imaginamos por un momento la contrariedad en el rostro de aquellos discípulos, puesto que seguramente el concepto que ellos poseían sobre la supremacía del Reino, se alejaba demasiado del pensamiento de Jesús.

Es probable que la intención de los discípulos, en aquellos momentos, no fuese orientada hacia el servicio, sino más bien a obtener un puesto privilegiado, donde ellos mismos gozaran de las ventajas de un excelente servicio por parte de los demás. Parece lógica esta forma de pensar, pues en el sistema de nuestra distinguida sociedad, al que goza de una mayor posición le corresponde ser servido; y seguramente las referencias éticas que ellos poseían, no parecían ser muy diferentes. Hemos de reconocer que todos, en mayor o menor medida, somos egoístas, y por momentos entendemos la vida cristiana en términos de lo que nos puede servir, o nos puede ser útil. Pero, aceptar que estamos llamados a servir, a veces en contra de nuestros intereses personales, parece ir contra natura.

Conservemos una perspectiva correcta acerca de nuestra condición como cristianos, porque el llamamiento de Jesús revela que nuestra posición en el reino de Dios, tanto presente como futura, no depende en ningún caso de los cargos honoríficos, sino más bien, como hemos leído, de nuestro servicio y entrega hacia el prójimo.

Utilizando las firmes palabras de Jesús, podemos confirmar lo expuesto, indicando que el que quiera ser el primero, tendrá que ser el servidor de todos… De esta frase tan rotunda, aprendemos que nuestro servicio cristiano no se presta en el «aire», a modo de servicio ideológico, sino que éste contiene una función esencialmente práctica, que va dirigida hacia las personas que nos rodean (servidor de todos)… No podemos evitar el presente ejemplo, porque si queremos seguir las pisadas de nuestro Señor, la relación que mantengamos con nuestros semejantes habrá de manifestarse primordialmente a través del servicio.

Vista la enseñanza, señalamos el concepto equivocado que algunos pudieran tener sobre el tema en cuestión, porque servir no significa vivir en una especie de subordinación al mandato ajeno, o sometimiento inconsciente a cualquier voluntad. El espíritu de servicio no proviene en ningún caso de la humillación ingenua, sino de la libertad con que Cristo nos ha hecho libres, sabiendo que a quien realmente servimos, es a Dios.

Por lo dicho, nuestro servicio al prójimo tiene sentido en la medida que reconocemos nuestro servicio a Dios. En este orden han sido establecidas las reglas del servicio, las cuales debemos conocer para no realizar un ministerio inadecuado, que a la vez resulte inservible. A saber, la vida cristiana construye sus cimientos sobre dos pilares fundamentales: la adoración a Dios y el servicio al prójimo. De ahí aprendemos que servir a los demás convenientemente, requiere en primer lugar una relación correcta con Dios. Es de suponer que todo discípulo de Cristo conserva un corazón limpio, si primero ha intervenido Dios en él para limpiarlo y capacitarlo; sólo de esta manera su servicio puede llegar a ser plenamente fructífero. No podemos, por lo tanto, prescindir de la intermediación divina, porque el Espíritu Santo muestra su poder haciendo posible que todo ministerio sea efectivo y acorde con su buena voluntad.

En definitiva, nadie debe presumir de que sirve a Dios, si de una forma u otra no está sirviendo a los demás. No pequemos de simplicidad, porque si a nuestras bonitas palabras no acompañan también los hechos en el ejercicio práctico del servicio, tampoco podemos afirmar que somos seguidores de Cristo (cristianos). Sería recomendable, entonces, analizar nuestra forma de servicio: cómo estamos aplicando los dones; en qué modo y lugar ejercitamos nuestro ministerio; de qué manera estamos compartiendo nuestros bienes; y lo más importante, cuál es nuestra motivación a la hora de hacerlo.

Visto el espíritu servicial del Maestro, bien podemos afirmar que si el cristiano no sirve a los demás, su cristianismo de nada sirve.

Nuestra verdadera entrega a Dios, debe resultar en servicio a los demás.

EJEMPLO DE COMPROMISO

Sigamos contemplando el modelo de Jesús, porque si el discípulo de Cristo mantiene una falta de compromiso con los demás, lo más probable es que también exista una falta de compromiso con Dios.

«Cuando llegó la noche, luego que el sol se puso… toda la ciudad se agolpó… Y sanó a muchos…» (Mr. 1:32,33,34).

Después de un largo día de trabajo, llega la esperada hora del descanso, donde la comida, al margen de satisfacer el apetito, parece ser el centro de reunión familiar… No obstante, en el caso que nos ocupa, las personas seguían acudiendo a Jesús, y a juzgar por los datos del texto bíblico, el trabajo se acumulaba en gran manera.

En esta línea, marcada por las pisadas de Jesús, aprendemos que nuestra disposición a servir no tiene horario ni calendario; siempre pueden surgir necesidades de última hora que deberemos atender. Comprendamos bien que el verdadero siervo concibe el servicio a las personas de forma tan preeminente que, como ya hemos considerado, el bien al prójimo se encuentra por encima de sus necesidades personales. Así, pues, no podemos afirmar, en términos bíblicos, que amamos a Dios y a la vez descuidamos a nuestro hermano… aunque sea en las horas de comida.

Observamos que a pesar de la intensa ocupación, el Maestro no reclamó sus derechos al descanso, al horario de trabajo o al periodo de vacaciones. Cuando llegó la noche, nuestro Señor continuó sirviendo; su compromiso proseguía las veinticuatro horas del día. Jesús estuvo dispuesto a servir, pero lo maravilloso fue que además de estar dispuesto, también estaba disponible. Hoy día podemos afirmar que estamos dispuestos a servir, pero por desgracia no estamos disponibles. Nuestras ocupaciones profesionales, familiares, sociales, y demás quehaceres a veces innecesarios, parecen no dejar lugar al compromiso cristiano como debería ser.

Pensamos, en este sentido, que las pretensiones del creyente no deben ser similares a las de los incrédulos. La finalidad última del discípulo de Cristo no ha de incluir como prioridad los elementos normales de la cotidianidad, como puede ser el comer o el dormir… En ocasiones, podrán surgir situaciones inesperadas que requieran de nuestra presencia y buen hacer, ocupando un tiempo que a lo mejor se halla fuera de lugar en nuestras previsiones, pero si bien lo hacemos para Dios, con amor y en espíritu de servicio.

Ahora, tampoco se trata en situaciones determinadas de servir por servir, sino más bien de conservar en todo momento una actitud de servicio; la acción servicial debe ajustarse siempre al espíritu humilde y a la buena intención. El planteamiento ofrecido exige un análisis responsable sobre el tipo de ministerio que estamos ofreciendo en la iglesia, o en otras áreas, para lograr apercibirnos del fruto que pudiera obtener tal servicio, pues de forma contraria no tendría sentido el esfuerzo realizado. No parece conveniente trabajar en vano, ni tampoco hemos de perder nuestro precioso tiempo; porque a lo mejor podemos estar realizando un gran esfuerzo para los demás, que según nuestro parecer Dios nos pide, pero que resulta una labor infructuosa en la que nadie sale beneficiado; alimentando así un cristianismo vano, y en todo caso manteniendo a flote nuestra suficiencia religiosa, que en verdad permanece insuficiente para Dios.

El servicio sin egoísmo, se expresa a través de un corazón comprometido.

EJEMPLO DE ABNEGACIÓN

El amor de Jesús, que lejos estaba de ser egoísta, se reveló por medio de su abnegación personal; hasta en los momentos de mayor dificultad por los que tuvo que atravesar.

«…aparta de mí esta copa, mas no lo que yo quiero, sino lo que tú» (Mr. 14:36).

Traemos a nuestra mente el texto bíblico ya anteriormente citado, pues conviene resaltarlo una y otra vez, dado que refleja con suficiente precisión el modelo de amor y entrega de Cristo por nosotros. En el huerto de Getsemaní el buen Pastor fue sometido a una gran presión psicológica y espiritual, ya que soportó con entereza el gran examen de su vida: pasar por la cruz o evitarla. Siendo ésta la prueba, su fidelidad a Dios se vio reflejada en su gran determinación: «mas no lo que yo quiero». Las palabras de Jesús fueron decisivas, mostrando asimismo una voluntad verdaderamente abnegada, puesto que, en actitud de servicio, no reclamó su propio bienestar, sino que por el contrario buscó en primer lugar el cumplimiento de la voluntad Dios: «sino lo que tú».

Este mismo espíritu de sacrificio que mantuvo el Maestro, es el que hoy debería regir el corazón de todo discípulo suyo. De tal forma, el servicio a los demás exige necesariamente un espíritu de abnegación, y así es como nuestro ego personal debe quedar olvidado en un lugar remoto, para que la Palabra de Cristo se haga efectiva en nosotros. Así que, por oscura que parezca la senda del deber, el discípulo que sigue a su Señor debe aprender a decir no a las tentaciones de su propio entorno, y a negar el cumplimiento de sus propios deseos egoístas: «mas no lo que yo quiero».

Con esta disposición al servicio, y para que tal abnegación no se convierta en frustración, amargura o resentimiento, nuestra voluntad ha de estar sometida bajo el control del Padre celestial, que hará posible, por la acción de su Espíritu, que toda experiencia difícil vaya precedida de gozo y paz, trayendo a nuestros corazones un contentamiento interior en el que vamos a encontrar, en relación con Dios, el verdadero sentido y agradable propósito de nuestra existencia.

Reflexionamos ahora, porque si Jesús, siendo nuestro siervo, asumió el sufrimiento como parte innata en su ministerio, ¿por qué deseamos nosotros evitarlo a toda costa? En muchas ocasiones va a ser imposible eludir el sufrimiento, puesto que éste forma parte del programa de perfeccionamiento que Dios ha previsto para aquellos que le aman.

Por otra parte, la imagen del Jesús temeroso y vulnerable en el huerto de Getsemaní, nos acerca mucho más a su verdadera humanidad. Contemplamos a un Cristo semejante a nosotros, que padeció lo indecible, siendo tentado en todo y probado hasta la muerte. Por esta razón podemos confiar en su consuelo, ya que Jesús entiende en su dimensión práctica todas nuestras aflicciones, así como nuestros miedos y temores.

Recibamos la lección práctica, puesto que si el Maestro nos comprende en lo más profundo de nuestra situación personal, es porque él mismo comprobó el sufrimiento en su máximo grado de intensidad. Así como Jesús, también es natural que por medio de las tribulaciones que Dios permita en nosotros, estemos más capacitados para comprender el sufrimiento ajeno, y de esta forma nuestro servicio contenga la necesaria madurez para ejercer un ministerio más práctico y efectivo, presentando con ello el propio sello de la experiencia y no solamente el de la teoría.

«Mas Jesús ni aun con eso respondió; de modo que Pilato se maravillaba» (Mr. 15:5).

Ante la acusación de Poncio Pilato, Jesús no quiso defenderse, aceptando así la gran injusticia que se estaba efectuando en su propia persona. Parece razonable pensar que Jesús podía haber respaldado su inocencia con toda clase de argumentos, y también es muy probable que hubiera salido indemne del duro castigo que le aguardaba. Sin embargo, él sabía muy bien cuál era el plan trazado por Dios, y por lo tanto debía asumirlo con todas las consecuencias.

Deducimos con cierta convicción, que Pilato consideraba a Jesús un líder inteligente, con suficientes recursos dialécticos y pruebas a su favor, que le hubieran permitido presentar una buena defensa. A pesar de todo, Jesús, pudiendo ser gran abogado de su propia causa, no sucumbió a la tentación de librarse del horrible sufrimiento que le esperaba. La abnegación de su propio bienestar momentáneo, le llevó irremediablemente a callar.

Aprendemos del texto que, pese al impulso que tengamos por defendernos de cualquier situación violenta, a veces será aconsejable callar y asumir todo acontecimiento sombrío, por muy injusto que parezca, para que así los planes de Dios se puedan llevar a cabo con toda precisión.

No está por demás recordar que la abnegación de su defensa, esto es, el silencio en labios de Jesús, fue una losa pesada que Pilato tuvo que soportar. A este respecto, es curioso observar cómo algunas personas hablan y hablan, pero no comunican nada; mientras que por el contrario, callar en los momentos precisos, puede resultar una comunicación efectiva. Indudablemente, aprender a callar en ciertas situaciones conflictivas es más difícil que aprender a hablar. Saquemos conclusiones acertadas, porque en determinadas situaciones el silencio habla más que todos los argumentos que podamos presentar.

El destino de Jesús estaba marcado, y así debía proseguir con el programa establecido por Dios desde la eternidad. El plan divino se encontraba en sus últimos estadios: la detención, entrega y muerte de Jesús, señalaría el final de su ministerio, y el principio de una nueva y gloriosa etapa para el pueblo de Dios.

El corazón abnegado, proviene de un amor desinteresado.

EJEMPLO DE HUMILDAD

Seguramente la humildad no resulte un signo de distinción para este mundo tan competitivo. Pero, si algo debería de aprender el cristiano, en contraste con nuestra sociedad orgullosa, es precisamente a ser humildes, como Jesús lo fue.

«Y trajeron el pollino a Jesús, y echaron sobre él sus mantos, y se sentó sobre él» (Mr. 11:7).

En este capítulo debemos ofrecer un lugar sobresaliente al modelo de humildad registrado en el ministerio de Jesús. Y para ello consideramos oportuno presentar la condición con la que nuestro Señor tuvo su entrada triunfal en Jerusalén. Al igual que los grandes gobernantes, también su aparición pudo haber concurrido con todo el esplendor de un gran rey, llevado por majestuosas carrozas, que a la vez serían conducidas por hermosos caballos. El hecho no hubiera sido impropio, ya que Jesucristo es Rey, y vino para confirmar su Reino. Sin embargo, Jesús se manifiesta al pueblo montado en un pollino: es el Rey que humildemente se presenta, sabiendo que su llegada a Jerusalén no suponía la inauguración de su reinado terrenal, sino todo lo contrario, el comienzo de un camino que le llevaría inevitablemente al desprecio de sus conciudadanos, y en consecuencia a la muerte.

La verdad es que llegar a ser humilde, como Jesús lo fue, no es tarea fácil, puesto que se requiere la abnegación de nuestro «yo» orgulloso, que más bien parece buscar el prestigio, que el sencillo y humilde cumplimiento de la voluntad de Dios.

Nos sorprende ver la sencillez con la que nuestro Señor se mostró en todo momento, privado no solamente de grandes lujos o de las comodidades propias de un rey, sino en muchas ocasiones de los elementos más esenciales para poder vivir con normalidad.

Pero, no obstante, la humildad de Jesús se pasa por alto con demasiada frecuencia, sobre todo a la hora de compartir nuestros bienes con los demás, cuando no son pocos los que viven en la abundancia, contrariamente al modelo de Cristo.

Igualmente ocurre a la hora de practicar el servicio cristiano, principalmente en aquellos líderes que, con espíritu altivo, se enseñorean de los que lamentablemente permanecen en la ingenuidad. Y no hay que tener mucho discernimiento para poder comprobarlo. Solamente debemos echar un vistazo a determinados predicadores llamados cristianos, y percibir su prepotencia, altanería y espíritu dominador, en el ejercicio de su ministerio… Con el orden inverso a esta forma de actuar, Jesús mostró en todo momento los rasgos de su verdadera mansedumbre, a través del servicio al prójimo; que al igual que se brindó humilde y sencillo, cierto es que nunca dejó de ser eficiente.

La imagen del Maestro sentado en un pollino debería de quedar plasmada en la retina de nuestros ojos, para hacernos comprender que la presencia del ministerio cristiano no ha de mostrarse con grandes honores, sino con la misma condición humilde que caracterizó a la persona de Jesús.

Distingamos con claridad, porque cuando se trata de servir, nuestra identidad debe quedar en un plano discreto, sin apenas darle importancia a la excelencia del servicio, para que así solamente el nombre de Dios sea magnificado.

«Aconteció que estando Jesús a la mesa en casa de él (Mateo el discípulo), muchos publicanos y pecadores (gente indeseable a los ojos del pueblo) estaban también a la mesa juntamente con Jesús y sus discípulos; porque había muchos que le habían seguido» (Mr. 2:15).

Observemos atentamente el paisaje bíblico, y recapacitemos acerca de la situación tan particular exhibida en aquellos momentos; porque, presumiendo que a la mesa del rey normalmente se sientan los poderosos e influyentes de nuestra sociedad, en la mesa donde estaba sentado Jesús parecía ocurrir lo contrario.

Por lo general, contemplamos la actitud impasible de nuestro entorno, pues al parecer muy pocos son los que se proponen invitar a su mesa a todo aquel considerado como marginado o reprobado de la sociedad… En contraste con esta falta de consideración, nuestro Rey (que vino para servir) nos asombra constantemente en lo que a humildad se refiere, no importándole en absoluto si su imagen se podría ver afectada por la opinión pública de entonces. Tal enseñanza, llena de practicidad, y basada en el propio ejemplo del Maestro, nos brinda la posibilidad de invitar a nuestro hogar a aquellos marginados que, como cita el texto, tienen deseos de seguir a Cristo.

A juzgar por lo visto, nos percatamos de que aquellos que seguían a Jesús no eran por lo general ricos, sabios, poderosos e influyentes, sino más bien, en el sentido opuesto, eran aquellos considerados por la sociedad como indeseables. Debemos señalar, por tanto, que Jesucristo no fue siervo de grandes y poderosos (aquellos que podrían recompensarle), sino de los más necesitados, esto es, personas que vivían con un extremado grado de sencillez.

La mentalidad de Jesús es receptiva a los más desfavorecidos, sabiendo que el Evangelio es principalmente para los pobres, ignorantes, marginados, y para todo aquel que se considere pecador delante de Dios. Es preciso, por ello, preguntarse con quiénes deseamos asociarnos: con los ilustres… ¿Qué aspiraciones tenemos en lo que a nuestra relación social o eclesial se refiere? Asociarse con los de condición humilde, parece ser la recomendación bíblica más apropiada.

Ahora bien, la consideración del tema nos conduce a pensar que no podemos invitar a nuestra mesa a todo el que encontremos en la calle desamparado; ello sería una gran imprudencia. Debemos tener un buen criterio de selección, como hemos leído en el texto bíblico, dando preferencia a aquellos que de alguna forma estén interesados en seguir a Jesús. Por decirlo de otra manera: cualquiera que muestre interés por Cristo, merece sentarse en nuestra mesa. De esta forma, el encuentro personal que se produce alcanza un sentido que va más allá del gastronómico, que es también el de expresar nuestro interés sincero por su alma perdida; mostrándole asimismo nuestra ayuda en todos los aspectos de la vida, sea física o espiritual, en la medida de nuestras posibilidades, claro está.

En cualquier caso, aprendemos que la comunión espiritual deberíamos de ejercitarla sobre la base de una mesa, pues es donde se hace más evidente, si cabe, la práctica de nuestro amor al prójimo. Tal enseñanza nos obliga a preguntarnos si todavía no nos hemos sentado a la mesa con ningún infeliz o marginado de nuestro entorno… Si el pecador muestra interés por Cristo, aceptemos una comida con él. De no ser así, ¿de qué forma vamos a demostrar el amor fraternal? Si no invitamos a nuestra mesa, aparte de los amigos, también a aquellos que son ajenos a nuestro círculo más cercano, ¿qué clase de cristianismo estamos desempeñando? «Estaban también a la mesa juntamente con Jesús».

Tampoco debemos descuidar a los que asisten a la iglesia, y por cualquier motivo viven solos, están un tanto desplazados de la comunidad, o practican un cristianismo reservado por motivos desconocidos (a lo mejor promovido por la misma iglesia). Comprendamos que los indeseables a los ojos de los hombres, son los más deseables para Dios. Miremos a nuestro alrededor, porque si todavía no hemos invitado a nuestra mesa a aquel que más lo necesita, se espera que el ejemplo de Jesús nos estimule a poder hacerlo.

La humildad sin posición, es nuestro servicio en adoración.

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